Hoy hace un año que, en una respuesta caótica a una manifestación mayoritariamente pacífica, la policía de Hong Kong efectuó disparos de gas lacrimógeno en el interior y los alrededores de la CITIC Tower mientras los manifestantes, acorralados, irrumpían en el edificio para escapar de los vapores tóxicos. Durante los meses siguientes, la policía disparó decenas de miles de cartuchos de gas lacrimógeno contra personas que se manifestaban, en un intento inútil de sofocar las protestas.
Hong Kong fue sólo el ejemplo más visible del mal uso generalizado del gas lacrimógeno, que se ha intensificado en todo el mundo. Su uso ha aumentado recientemente en ciudades de todo Estados Unidos, pero ya durante el último año ha habido manifestaciones en decenas de ciudades de todas las regiones del mundo en las que se han utilizado lo que eufemísticamente se conoce como “agentes químicos irritantes”.
Amnistía Internacional ha investigado este fenómeno, fundamentalmente a través de vídeos subidos a plataformas de redes sociales como Facebook, YouTube y Twitter. Usando métodos de investigación de fuentes de acceso público, la organización verificó cerca de 500 vídeos de unos 80 casos de uso indebido del gas lacrimógeno en 22 países y territorios, confirmando lugar, fecha y validez. Junto con las entrevistas a manifestantes, este análisis pone al descubierto una alarmante tendencia mundial al uso generalizado e ilegítimo del gas lacrimógeno.
Se ha disparado gas lacrimógeno por la ventanilla de un vehículo con ocupantes, en el interior de un autobús escolar, en un cortejo fúnebre, dentro de hospitales, en edificios de viviendas, en el metro, en centros comerciales y, extrañamente, en calles prácticamente vacías. La policía ha disparado cartuchos de gas lacrimógeno directamente contra personas, causándoles la muerte, y también desde camiones, vehículos todoterreno y drones a gran velocidad. Entre las víctimas ha habido manifestantes por el clima, estudiantes de secundaria, personal médico, periodistas, migrantes y otras personas que defienden los derechos humanos, como las que integran el movimiento Devuelvan a Nuestras Niñas en Nigeria.
En Omdurman, a las afueras de la capital de Sudán, Jartum, un miembro del personal médico contó a Amnistía Internacional que las fuerzas de seguridad habían disparado gas lacrimógeno en la sala de urgencias de un hospital y habían herido a 11 personas. Manifestantes en Abuya contaron a Amnistía Internacional que el tipo de gas lacrimógeno que se utilizaba en manifestaciones pacíficas hacía que muchos se desmayaran y tuvieran que ser llevados al hospital. También observaron que la sustancia química que disparaban los cañones de agua agujereaba sus pancartas y sus ropas. En Caracas, varios vídeos muestran a la policía disparando cartuchos de gas lacrimógeno directamente contra los manifestantes, causándoles graves lesiones y, al menos en un caso, la muerte.
El impacto del gas lacrimógeno puede ser tan grave que Amnistía Internacional coincide con Nils Melzer, relator especial sobre la tortura de la ONU, cuando concluye que en ciertas situaciones constituye tortura y otros malos tratos.
Dado el uso indebido generalizado del gas lacrimógeno y su claro impacto sobre la salud pública, sería de esperar que estas armas estuvieran estrictamente reguladas, y que su composición química, diseño, exportación y uso se rigieran por ciertas normas acordadas, ¿verdad?
Pues no. El gas lacrimógeno se encuentra en una zona de indefinición normativa, y su comercio puede realizarse con relativa libertad en todo el mundo. Hay cartuchos de todas las formas y tamaños, con diferentes tipos y cantidades de sustancias químicas tóxicas, que se disparan desde una amplia variedad de dispositivos, incluidos lanzadores múltiples concebidos para disparar decenas de cartuchos a la vez. En muchos casos es difícil incluso saber la mezcla de sustancias químicas que contiene un cartucho de gas lacrimógeno, y si se ha comprobado su seguridad antes de comercializarla.
La fabricación de gas lacrimógeno la realizan empresas, en su mayoría no reguladas, en todo el mundo; en ocasiones se trata de pequeños negocios con apenas información sobre sus actividades comerciales y sin políticas reconocidas sobre ética o derechos humanos. Algunos países sí aplican, en teoría, evaluaciones de riesgo a las exportaciones de gas lacrimógeno, pero aprueban prácticamente todas, excepto las más claramente controvertidas.
Las diferentes fuerzas policiales adoptan distintas reglas de intervención, en muchos casos muy alejadas de las normas y las orientaciones de la ONU. Si realmente siguieran buenas prácticas, en raras ocasiones emplearían gas lacrimógeno, que sólo debe utilizarse para dispersar una multitud en situaciones de violencia más generalizada, y únicamente cuando todos los demás medios han fracasado. Además, no debe emplearse en espacios cerrados o cuando las vías de salida están bloqueadas. Los cartuchos jamás deben dispararse directamente contra una persona, ya que esto puede provocarle lesiones graves o muerte.
En parte, el motivo de esta ambigüedad normativa es que el gas lacrimógeno es una incómoda excepción de los esfuerzos por controlar las armas químicas, y las armas en general. Aunque la Convención sobre las Armas Químicas prohíbe explícitamente su uso “como método de guerra”, el empleo de agentes de represión de disturbios (incluido el gas lacrimógeno) para el mantenimiento del orden está permitido “siempre que los tipos y cantidades de que se trate sean compatibles con esos fines”. Sin embargo, como la Convención no define en qué consiste el “mantenimiento del orden” ni ofrece orientación alguna sobre los “tipos” y las “cantidades”, queda a discreción de cada Estado su interpretación. El resultado es una amalgama de regímenes de control nacional, a menudo mal aplicados.
Sin embargo, en medio de este caos normativo hay un rayo de esperanza. La ONU ha comenzado a realizar consultas sobre las medidas internacionales de control del comercio de mercancías que podrían utilizarse para tortura y otros malos tratos. Es fundamental que este marco incluya los agentes de represión de disturbios, incluido el gas lacrimógeno. Mientras se debate la normativa internacional, los Estados deben imponer sus propias restricciones, prohibiendo el comercio de gas lacrimógeno en los casos en que supone un claro peligro para los derechos humanos, y controlando estrictamente su uso en su territorio.
Cuando Hong Kong se prepara para una nueva oleada de protestas y la policía honkonesa se dispone a emprender nuevos operativos de represión, es más vital que nunca que haya una normativa internacional sobre el gas lacrimógeno, su composición, fabricación, comercio y uso. Si queremos poner fin a los abusos que se han visto en Hong Kong y en otros lugares del mundo, hay que abordar el gas lacrimógeno como lo que es: un arma potencialmente peligrosa —incluso letal— que se está comercializando y desplegando de forma irresponsable en todo el mundo.