En 2023 se celebra el 75 aniversario de la Declaración Universal de Derechos Humanos. Nacida de las cenizas de la Segunda Guerra Mundial bajo la sombra de lo peor de la humanidad, la Declaración Universal encerraba la promesa de un marco global para la justicia y el reconocimiento de “derechos iguales e inalienables” para todas las personas.
Hay quienes cuestionan la legitimidad de la Declaración Universal. Al fin y al cabo, fue redactada por una minoría de Estados en una época en la que gran parte de la población mundial vivía bajo el colonialismo. No podemos ignorar esta limitación, como tampoco debemos olvidar la crítica según la cual el régimen moderno de los derechos humanos es un proyecto liberal de Occidente que favorece los derechos civiles y políticos frente a los derechos económicos, sociales y culturales.
Pero, aunque la Declaración Universal de Derechos Humanos fue sin duda un proyecto de vencedores, en última instancia, su redacción no pudo ser controlada solamente por los poderosos. Las naciones más pequeñas superaron tácticamente a las grandes, garantizando que el texto final prometiera derechos humanos para todas las personas “sin distinción”. El delegado egipcio confirmó la “universalidad” de los derechos humanos y su aplicabilidad a las personas sometidas al dominio colonial o a una ocupación. Las delegadas de India, Brasil y la República Dominicana se aseguraron de que se afirmase la igualdad de derechos de hombres y mujeres.
Y, una vez en marcha, la Declaración Universal adquirió una vida disruptiva propia alimentando iniciativas anticoloniales en todo el mundo e inspirando instrumentos regionales de derechos humanos en Europa, las Américas y África.
El poder de los ideales de la Declaración liberó una fuerza que escapó al control de las naciones que habían participado en su redacción. Y fue así porque sus raíces eran mucho más profundas y mucho más extensas que París, donde fue adoptada en 1948 por la Asamblea General de las Naciones Unidas. Desde Mesopotamia hasta el Antiguo Egipto, pasando por los imperios persa y maurya, en todas las tradiciones religiosas, en textos escritos o tradiciones orales, en la era antigua, en la premoderna y en la moderna, y en la historia de la humanidad abundan los casos de personas que se unen para limitar el uso del poder y hacer valer sus derechos.
El legado de la Declaración Universal nos reta a pasar a la ofensiva.
Conozcamos bien la historia de la Declaración Universal de Derechos Humanos; no blanqueándola ni ignorando los virulentos dobles raseros de su aplicación, sino rindiendo homenaje a quienes emplearon su poder —extraordinariamente disruptor— en las luchas por la liberación y la igualdad en todo el mundo, a quienes hicieron que fuera real y auténtica en su lucha contra el colonialismo y por la independencia, contra la intolerancia y por la igualdad, contra el patriarcado y por la justicia de género; por un mundo más digno para “todos los miembros de la familia humana”.
Eso es lo que la Declaración Universal de Derechos Humanos nos ofrece: confianza e inspiración. La Declaración es una prueba viviente de que una visión global de los derechos humanos es posible y factible, y puede hacerse realidad.
Por eso debemos celebrar la Declaración Universal. Por eso no capitulamos ante las críticas a los derechos humanos. No lo hacemos tanto por quienes redactaron la Declaración para la historia, sino por todas las personas que han alterado la historia con ella.
En este 75 aniversario, mientras el mundo afronta un nivel de conflictos sin precedentes, una polarización sociopolítica, una desigualdad creciente y la amenaza existencial de la crisis climática, ¿nos atrevemos a reimaginarnos dando a luz una Declaración Universal de Derechos Humanos de 2048, una Declaración Universal de Derechos Humanos para el próximo siglo de derechos, una Declaración Universal de Derechos Humanos redactada por la mayoría, y no por unos pocos privilegiados?
Podemos —debemos— levantar un liderazgo y unas instituciones y sistemas audaces y visionarios que puedan proteger nuestro planeta para las generaciones futuras y de todo lo que nos aflige.
¿Estamos en condiciones de ser esa generación de 2048? ¿De suceder a aquellas personas que, a partir de las cenizas de un mundo devastado por la guerra, transformaron la historia con el poder disruptivo de la Declaración Universal de Derechos Humanos? ¿O seremos la generación que haga oídos sordos a la opresión de otras personas mientras mantengamos nuestro propio poder e influencia?
El legado de la Declaración Universal nos reta a pasar a la ofensiva. Exige que resistamos los ataques globalizados, transnacionales y localizados contra los derechos. Pero también nos dice que esto no será suficiente. Nos pide también que alteremos la construcción de órdenes mundiales que reproducen privilegios e injusticias históricos, violan derechos y silencian a quienes los defienden; y que transformemos la gobernanza mundial reimaginando, innovando y liderando.
Podemos —debemos— levantar un liderazgo y unas instituciones y sistemas audaces y visionarios que puedan proteger nuestro planeta para las generaciones futuras y de todo lo que nos aflige.
Unámonos para convertirnos en la generación de 2048 que dé a luz un futuro en el que todas las personas disfrutemos de los derechos humanos en todas partes