Este 20 de enero, la toma de posesión del nuevo presidente de los Estados Unidos, Donald Trump, tras una campaña plagada de retórica anti derechos humanos, puede vaticinar un temeroso futuro para millones de personas dentro y fuera de las fronteras del país.
La influencia de las políticas norteamericanas en todo el mundo, y en particular en Latinoamérica, es innegable.
Cuando Trump dice, por ejemplo, que va a deportar a millones de migrantes del país y construir una gran muralla en la frontera con México para prevenir la entrada de personas, le está guiñando el ojo a la administración Peña Nieto para que haga lo mismo en la frontera sur como forma de detener el creciente fluyo de personas provenientes principalmente de Centroamérica.
Lo que ambos convenientemente deciden ignorar es que la gran mayoría de estas personas provienen de Honduras, El Salvador y Guatemala, tres de los países más violentos del planeta – con tasas de homicidios mucho más altas que en zonas de guerra, escapan buscando protección internacional.
El Salvador, por ejemplo, con un índice de homicidio de 108 personas por cada 100.000 habitantes, es en estos momentos más mortal de que Irak, con 48,1 homicidios por cada 100.000 habitantes.
Pero la muerte no es la única amenaza. Millones de personas en los países del triángulo Norte de Centroamérica viven presas de los deseos de las pandillas criminales que controlan lo que pueden hacer, decir y hasta por dónde pueden moverse, sin que sus estados puedan brindar la seguridad y la protección de sus derechos humanos.
Para la mayoría de ellos, quedarse en sus hogares no es una opción.
Así fue para la familia de Elisa y José*, padres de ocho hijos. Elisa trabajaba lavando trastes en una panadería y José era conductor de microbuses.
Dos de sus hijos adolescentes trabajaban como cobradores de microbuses. Ambos fueron muertos a balazos. El hijo mayor fue asesinado cuando bajó en la esquina de un microbús en 2009, y su hermano menor a bordo de un microbús en 2014. Ambos fueron asesinados por miembros de una pandilla local solo porque sus jefes no habían pagado el “impuesto” territorial a la pandilla.
Al enterarse del peligro en El Salvador, el hermano de Elisa, Ramón*, quien estaba viviendo en México desde hacía 30 años, regresó a su país para intentar convencer a su hermana de salir. Pero Elisa quería que sus hijos más pequeños terminaran el ciclo escolar. Ramón aceptó esperarlos, pero eso le costó la vida. Fue asesinado unos meses más tarde, en julio de 2016. Las maras lo mataron por ser un desconocido en el barrio.
Desde entonces, Elisa, su esposo y sus seis hijos huyeron a México, donde están pidiendo asilo.
La historia de Elisa y de su familia no es única.
De hecho, en los últimos años, el flujo de personas que huyen de la desesperante violencia de los países del triángulo norte ha aumentado significativamente. Muchos piden asilo en México, algunos intentan llegar de los Estados Unidos. La prioridad para todos es sobrevivir.
De las más de 400 mil personas que cruzan la frontera sur de México cada año, casi la mitad es detenida por las autoridades mexicanas – la mayoría son luego deportadas.
A pesar de que organizaciones internacionales calculan que casi la mitad de las personas que cruzan la frontera sur de México podrían ser refugiados, menos del 2% presentan solicitudes de asilo en el país, en muchos casos porque no son informados de sus derechos o porque sus explicaciones sobre las razones por las que no pueden regresar a sus países son ignoradas por los agentes migratorios mexicanos.
Pero aunque esta crisis está teniendo lugar en suelo mexicano, Estados Unidos también tiene parte de responsabilidad. El gobierno de ese país destina millones de dólares para que México detenga a las personas migrantes y solicitantes de asilo – y prevenir que lleguen a su frontera.
Pagan a México para que haga el trabajo sucio.
Y en el camino, ambos gobiernos violan el derecho internacional sobre refugiados y la obligación moral de ayudar a aquellas personas cuyas vidas dependen de ese refugio.
Así, las vidas a cientos de miles de personas son fichas de negociación entre los dos países.
Pero esto puede, y debe, cambiar.
El gobierno Mexicano puede decir basta y poner el ejemplo brindando protección a las personas que huyen de la violencia.
La administración Peña Nieto no debe permitir que la retórica anti refugiados de Trump continúe alimentando una política que afecta la vida de millones de personas buscando protección.
*Los nombres han sido cambiados para proteger la seguridad de los individuos.