“La mayoría de las personas LGBTI de Turquía vive hoy con más miedo que nunca”, me dice una activista cuando nos vemos en un café de Estambul un día nublado de febrero. Tiene demasiado miedo para decirme cómo se llama.
“Con la represión de la libertad de expresión, los espacios para que las personas LGBTI sean ellas mismas se están reduciendo. No ven ninguna esperanza, ningún futuro. Muchas de nosotras nos hemos ido a otro país o estamos pensando en hacerlo”.
Este panorama no se parece nada a la Turquía de hace apenas unos años, cuando las organizaciones LGBTI eran cada vez más visibles y audibles; en el último Orgullo de Estambul, en junio de 2014, decenas de miles de personas desfilaron por las calles en un despliegue de alegre confianza.
Pero todo eso es ahora un recuerdo lejano, sobre todo desde la represión desatada tras el intento fallido de golpe de Estado de julio de 2016.
Hace tres años que las marchas del Orgullo están prohibidas en Estambul y Ankara, mientras que otros actos, como los festivales de cine LGBTI, se han cerrado “debido a susceptibilidades sociales”.
El pasado mes de noviembre, la gobernación de Ankara utilizó las facultades que le confiere el estado de excepción, en vigor desde la tentativa de golpe, para imponer la prohibición indefinida de todos los actos públicos de organizaciones LGBTI en la ciudad, so pretexto de la “seguridad pública”, la “salvaguardia de la salud y la moral generales” y la “salvaguardia de los derechos y libertades de otros”.
Estas prohibiciones totales son una amenaza para la misma existencia de las organizaciones LGBTI e invierten la tendencia progresista que existía antes del intento de golpe de combatir la homofobia y la transfobia.
Pero no son sólo las organizaciones LGBTI las que están en el punto de mira.
Un nuevo informe de Amnistía Internacional publicado hoy revela cómo el ataque creciente contra quienes defienden los derechos humanos está destruyendo la vida de cientos de miles de personas en Turquía, restringe la labor vital de las organizaciones y deja a ciertos sectores de la sociedad turca en un estado de miedo constante.
Weathering the storm: Defending human rights in Turkey’s climate of fear revela lo preciosas y escasas que son las áreas de la antaño dinámica comunidad activista de Turquía que no se han visto afectadas por el actual estado de excepción.
La represión nacional ha dado lugar a detenciones y destituciones en masa en el sector público, al vaciado del sistema jurídico y al silenciamiento de los defensores y defensoras de los derechos humanos mediante amenazas, acoso y encarcelamiento.
El estado de excepción, declarado como medida excepcional temporal hace casi dos años, se renovó por séptima vez la semana pasada, ampliando su draconiano dominio a dos años. Bajo su imposición, los derechos humanos se han visto diezmados.
Más de 100.000 personas han sido sometidas a investigaciones penales y al menos 50.000 han sido encarceladas, en espera de juicio, debido a su presunto apoyo al golpe de Estado. Se ha destituido sumariamente a más de 107.000 empleados y empleadas del sector público por la misma razón.
Se han utilizado leyes antiterroristas y cargos falsos relacionados con el intento de golpe de Estado para atacar y silenciar la disidencia pacífica y legítima. Se ha detenido arbitrariamente a figuras destacadas del periodismo, del mundo académico, de la defensa de los derechos humanos y del activismo y, cuando han sido declaradas culpables en juicios injustos, las han condenado a largas penas de prisión.
Osman İşçi, secretario general de la Asociación de Derechos Humanos, dijo a Amnistía Internacional: “El objetivo es mantener el clima de temor. Es arbitrario. Es impredecible. No se puede impugnar en la práctica, así que la situación es de impunidad”.
Hablando conmigo en su despacho de la Universidad de Estambul, la defensora de los derechos humanos, profesora y doctora Şebnem Korur Fincancı contó: “En casa tengo una bolsa siempre preparada”. La tiene lista por si la policía llega al amanecer para detenerla.
La represión de la disidencia ha tenido un efecto perjudicial inevitable en la libertad de expresión, La abogada y defensora de los derechos humanos Eren Keskin, que se enfrenta a 140 cargos penales, dijo: “Intento expresar mis opiniones libremente, pero también soy muy consciente de que tengo que pensármelo dos veces antes de hablar o escribir”.
Las publicaciones en Internet también pueden desembocar en prisión.
Después del 22 de enero de 2018, fecha en la que comenzó la ofensiva del ejército turco en Afrín, en el norte de Siria, cientos de personas que expresaron su oposición a la operación fueron blanco de ataques.
Según el Ministerio del Interior, hasta el 26 de febrero, 845 personas habían sido detenidas por publicar mensajes en las redes sociales, 643 estaban sometidas a procedimientos judiciales, y 1.719 cuentas de redes sociales estaban siendo investigadas en relación con publicaciones sobre Afrín.
Mientras tanto, más de 1.300 ONG han sido cerradas de forma permanente en virtud del estado de excepción por vínculos no especificados con grupos “terroristas”. Entre ellas hay organizaciones que realizaban una labor fundamental de apoyo a grupos como los de personas supervivientes de violencia sexual y otro tipo de violencia de género, personas desplazadas y niños y niñas.
“Ahora mismo existe una enorme brecha en la prestación de asesoramiento y apoyo a las personas supervivientes. Me parte el alma”, me confesó Zozan Özgökçe, de la Asociación de Mujeres de Van. La organización, que contribuyó a dar a conocer los abusos sexuales infantiles y a proporcionar formación en liderazgo y economía a mujeres, es una de las que han sido clausuradas.
Entre las organizaciones cerradas también hay muchos grupos LGBTI. Los que quedan han denunciado un gran aumento de los actos de intimidación y acoso contra personas o actos previstos.
Las medidas extraordinarias se están convirtiendo en algo cada vez más normal en Turquía, y los y las activistas de derechos humanos son a menudo las víctimas. Pero, como vi cuando viajé por el país en los últimos dos meses, a pesar de este asalto aún hay personas valientes dispuestas a ponerse en pie y hacerse oír.
“En Esmirna, Estambul y Ankara aún podemos reunirnos, pero cada vez es más difícil. Teníamos unas 30 asociaciones en el país, ahora la mayoría están cerradas y sin actividad”, me dijo la activista LGBTI. Y como muchas otras personas, no renuncia todavía a la esperanza.
Milena Buyum es responsable de campañas sobre Turquía de Amnistía Internacional.