¿Qué tiene que ocurrir para que los gobiernos europeos rompan su silencio sobre Turquía?

En Turquía, la verdad y la justicia brillan por su ausencia. Seis defensores y defensoras de derechos humanos han sido encarcelados esta semana, acusados, de forma evidentemente ridícula, de apoyar a una organización terrorista. Se encuentran a la espera de juicio, lo que podría prolongar su encarcelamiento durante meses. Otros cuatro defensores y defensoras de derechos humanos recuperaron la libertad, pero continúan siendo investigados. Sus desplazamientos han sido objeto de restricciones y deben comparecer ante la policía tres veces por semana.
Entre las personas encarceladas se encuentra Idil Eser, Directora de Amnistía Internacional en Turquía. “No he cometido ningún delito,” me dijo en un mensaje que me escribió desde el lugar donde estaba detenida la semana pasada. Las otras personas detenidas tampoco han cometido delito alguno. Durante el último año, el gobierno turco ha aprovechado cualquier rumor de disidencia como excusa para intensificar la represión. Incluso defender los derechos humanos se ha convertido en un delito.
Hace tan solo un año, la población turca presenciaba con horror cómo se arrastraba a periodistas durante emisiones en directo. El ruido atronador de los aviones despertaba a niños y niñas y en las ciudades resonaban disparos de armas de fuego. Durante 12 horas de derramamiento de sangre, 250 personas murieron y más de dos mil sufrieron lesiones. Numerosas personas experimentaron una sensación de alivio al día siguiente, cuando se conoció la noticia de que el intento de golpe de Estado había fracasado.
Sin embargo, fue un momento fugaz. Cinco días más tarde, el gobierno impuso el estado de emergencia. Cada tres meses lo ha prorrogado y cada vez los efectos han sido peores. Se han abierto investigaciones penales contra 150.000 personas acusadas de ser parte de la “Organización Terrorista Fetullahista”, acusadas de estar relacionadas con el clérigo Fethullah Gulen, acusado de ser el cerebro del golpe de Estado. Cada día crece el número de personas que están siendo investigadas.
Como consecuencia de la represión, aproximadamente 50.000 personas languidecen en la cárcel en la actualidad. Entre ellas figuran 130 periodistas, la cifra más alta de ningún país del mundo. Más de 100.000 trabajadores y trabajadoras del sector público, incluido la cuarta parte de la judicatura, han sido despedidos arbitrariamente. Solo en la última semana, cientos de investigadores e investigadoras fueron expulsados de sus puestos de trabajo, mientras que se expidieron más 140 órdenes de detención de trabajadores informáticos.
El mes pasado, la purga llegó a la puerta de Amnistía Internacional. Taner Kilic, presidente de la Sección turca de Amnistía, permanece desde entonces bajo custodia en prisión preventiva acusado del cargo ficticio de ser miembro de la “Organización Terrorista Fetullahista”. Las autoridades le acusan de poseer una aplicación de mensajería cifrada utilizada por el movimiento Gulen como medio para comunicarse. Taner, que es un profesional de los derechos humanos pero un principiante en cuestiones tecnológicas, nunca había oído hablar de la aplicación ni la había usado.
Esta semana, el presidente Recep Tayyep Erdogan advirtió que el estado de emergencia podría durar “varios años”. “En primer lugar, le cortaremos la cabeza a esos traidores,” bramó, en una diatriba amenazadora. “Cuando comparezcan ante los tribunales, hagamos que comparezcan en trajes naranjas como en la Bahía de Guantánamo.” Al gobernar mediante decretos ejecutivos y al eludir el control del parlamento e incluso de los cada vez más amedrentados tribunales, el gobierno ha arrasado las instituciones del Estado con una intensidad que rivaliza con la de la junta militar de la década de 1980.
No existe ninguna duda de que las personas responsables de la violencia que causó la muerte y lesiones de personas en el intento de golpe de Estado del año pasado deben ser procesadas. Sin embargo, esos delitos no pueden servir de justificación de una oleada de represión que no da señales de que se esté suavizando. El presidente Erdogan llegó al poder en 2002 con la promesa de romper con el terrible pasado de Turquía. No obstante, cuanto más poder ha conseguido, más cerca está de repetir las prácticas represivas de los que le precedieron.
Con algunas excepciones, la comunidad internacional ha mantenido un cuidadoso silencio sobre lo que está ocurriendo actualmente en Turquía.
Para demasiados países, Turquía es demasiado importante para que les importen los derechos humanos. Lo necesitan para mantener a raya a oleadas de personas migrantes y refugiadas. Lo ven como un aliado en Siria. Y lo necesitan para detener la expansión del grupo armado que se autodenomina Estado Islámico. El gobierno turco lo sabe y se aprovecha de ello. Sabe que eso no deja ver a otros gobiernos las evidentes violaciones de derechos humanos que se están cometiendo.
Pese a una política exterior supuestamente comprometida con el apoyo a los defensores y defensoras de los derechos humanos en todo el mundo, lamentablemente la UE no ha respondido de manera rotunda a la terrible campaña de represión de Turquía en materia de derechos humanos. El próximo martes, en una reunión con el ministro de Asuntos Exteriores de Turquía en Bruselas, la Alta Representante de la Unión para Asuntos Exteriores, Federica Mogherini, tiene la posibilidad de corregir esta situación. En lugar de escudarse en palabras halagadoras y una diplomacia blanda, debe hacer explícita la exigencia de que Idil, Taner y los demás defensores y defensoras de derechos humanos recuperen la libertad. Es la única alternativa.
Hoy he hablado con algunos miembros de mi equipo sobre el terreno en Turquía. Algunos de ellos habían estado en el exterior del juzgado hasta muy altas horas de la madrugada y sus voces estaban marcadas por la emoción. Sentían tristeza no solo por sus amigos y amigas, sino por su país. ¿Qué tiene que ocurrir para que el mundo rompa su silencio? El mundo observa en silencio el encarcelamiento de una persona tras otra; dentro de poco, no quedará nadie.