Lo más llamativo de la información contenida en el informe provisional de inteligencia —elaborado por el Departamento de Seguridad Nacional— que se filtró ayer es que sea noticia.
Sus “conclusiones”, basadas mayoritariamente en información de dominio público, no son nada nuevo: la revelación de que los ciudadanos de los siete países de mayoría musulmana incluidos en el veto de entrada “no suelen participar en actividades terroristas con sede en Estados Unidos” no es ninguna revelación. Asimismo, la afirmación de que ser ciudadano o ciudadana de dichos países es “un indicador poco fiable de amenaza terrorista a Estados Unidos” se consideraría tan obvia, en tiempos normales, que nadie movería una ceja. Pero no vivimos tiempos normales.
Las tres páginas de este elemental documento que, al parecer, servirán de base para una evaluación más detallada del Departamento de Seguridad, hacen de nuevo tambalearse, y esta vez con fuerza, el endeble argumento central de la Casa Blanca: que la medida es necesaria por razones de seguridad nacional.
Se trata del mismo argumento que sustentó la primera orden ejecutiva, y que los jueces de los tribunales federales y de apelación recibieron con sumo escepticismo. Sin embargo, la administración Trump parece decidida a seguir sosteniéndolo, y de hecho, esta semana conoceremos, previsiblemente, la reforma del veto de entrada.
Como ocurrió con la primera orden ejecutiva, no parece probable que la reforma vete de manera explícita a la población, pero su intención discriminatoria seguirá siendo evidente. Y ésta es una prohibición basada en prejuicios contra la población refugiada y musulmana, que contraviene abiertamente las obligaciones de Estados Unidos en virtud del derecho internacional.
En declaraciones al programa “Meet the Press” de la cadena de televisión NBC, Donald Trump explicó el pasado mes de julio que su cambio de discurso, al referirse ahora a países concretos, en lugar de defender, como antes, la necesidad de prohibir la entrada a Estados Unidos de cualquier persona musulmana, no implicaba un cambio de postura. “A la gente le molestó mucho que utilizara la palabramusulmán”, explicó. “No se puede utilizar la palabra musulmán, hay que tenerlo en cuenta”. Y concluyó: “Ahora cumplo la norma, en lugar de hablar de musulmanes hablo de territorios”.
No hay ninguna prueba que demuestre que las personas refugiadas —musulmanas o no— entrañan mayor riesgo de actos terroristas que cualquier otra persona. De hecho, en 2016, el 72% de los refugiados que se asentaron en Estados Unidos eran mujeres y niños. Un refugiado, lejos de ser alguien que, por definición, tiende a cometer actos terroristas, es una persona que huye de la violencia, actos terroristas incluidos.
Probablemente, la versión reformada de esta ilegal orden ejecutiva constituirá un nuevo veto a la población musulmana, pero con otro nombre: la misma intención y el mismo impacto. Afectará a personas, y obligará a familias enteras a vivir presas del temor y la incertidumbre, dinamitando las esperanzas de muchos refugiados de iniciar una nueva vida en un país seguro.
Aunque un portavoz de la Casa Blanca se apresuró a quitar importancia al informe, afirmando que no era más que “un documento basado en fuentes de acceso público”, para el presidente constituirá una fuente de preocupación.
Esa discriminatoria y repugnante política no puede sobrevivir si ni siquiera los propios analistas del Departamento de Seguridad consiguen encontrar una justificación de peso para vetar la entrada de la ciudadanía de esos siete países a Estados Unidos.
La maniobra de la administración Trump para dar una pátina de respetabilidad a una política discriminatoria, apelando a la seguridad nacional, ha quedado amplia y claramente en evidencia. Ahora es más obvio que nunca que el veto migratorio se basa en el fanatismo, y no en la seguridad. La administración Trump no tiene ya excusa para aferrarse a él, y si lo hace, el Congreso deberá tomar cartas.