“Es mejor morir de un disparo que ir muriendo poco a poco, día tras día”: los refugiados olvidados de Nauru

Dalileh*, que escapó de Irán con su esposo y dio a parar en Nauru en verano de 2013, me contó que una noche, el año pasado, se despertó de madrugada al oír voces en el exterior. Salió a mirar, temiendo que algún ladrón de la zona hubiera venido una vez más a robar la ropa y los zapatos que habían dejado fuera.
“Lo siguiente que recuerdo es un fuerte golpe en la cabeza y dos hombres que salían corriendo. Tenía la cara ensangrentada”, dijo.
Una ambulancia llevó a Dalileh al hospital, donde los médicos le pusieron ocho puntos de sutura en la cabeza; más tarde, la policía halló la barra metálica con la que la habían golpeado. Sin embargo, cuando Dalileh y su esposo intentaron denunciar el incidente, la policía se negó a abrir un expediente e insinuó, ante su asombro, que tal vez se hubiera golpeado sola.
Casi todos los refugiados y refugiadas con los que hablé en Nauru, niños y niñas incluidos, padecían serios problemas de salud. Muchos eran extremadamente graves: ataques cardíacos, casos de diabetes que empeoraban rápidamente, infecciones varias, fracturas de huesos…
Varias personas refugiadas me dijeron que habían visitado a médicos locales, además de a los contratados por el gobierno de Australia, pero no habían recibido un tratamiento adecuado. Un dato inquietante es que ninguna de ellas había podido obtener su historial médico, pese a haberlo solicitado en varias ocasiones; simplemente les daban montones de pastillas que, según decían varias personas, habían agravado sus dolencias.
“Básicamente, para que te lleven a Australia a recibir tratamiento, te tienes que estar muriendo —dijo un hombre—. De lo contrario, insisten en que no estás tan mal como para justificar un traslado por motivos médicos.”
Básicamente, para que te lleven a Australia a recibir tratamiento, te tienes que estar muriendo. De lo contrario, insisten en que no estás tan mal como para justificar un traslado por motivos médicos.
Un refugiado en Nauru
Otro hombre que sufría varias dolencias médicas dijo: “Creía que había escapado de la muerte, pero estoy empezando a pensar que quizás es mejor morir de un disparo que ir muriendo poco a poco, día tras día, a lo largo de tres años”.
Uno de los aspectos más impactantes de la situación en Nauru es la incidencia de traumas mentales, autolesiones e intentos de suicidio. Una de cada dos personas con las que hablé había intentado acabar con su vida o estaba pensando en hacerlo.
Faraz*, profesor de arte procedente de Irán, llegó a Nauru con su hijo de 10 años. Me contó que su esposa estaba muy deprimida desde el momento de su llegada y había empeorado considerablemente en el último año, sobre todo después de que su casa fuera atacada dos veces por habitantes de la isla. Hace dos meses salió a fumar y, cuando volvió, se encontró a su mujer inconsciente, con la cama rodeada de frascos de medicinas vacíos. Los médicos lograron salvarla, pero durante su estancia en el hospital —y durante los dos meses que estuvo internada en el ala psiquiátrica del campo— intentó constantemente quitarse la vida tragándose pastillas o champú, ahorcándose con sábanas y cortándose las venas con un cuchillo de plástico.
“Cuando fui a visitarla, pensé que me estaba volviendo loco. Tenía hematomas y arañazos en los brazos, la obligaban a tomar alimentos y medicamentos, y la arrastraban a la ducha y al retrete con las manos atadas”, dijo Faraz.
“Cuando le pregunté al médico, me dijo que el plan de tratamiento era ése. No podía aguantarlo más y me la llevé de vuelta a casa […] Mi hijo está tan traumatizado que ya no sale nunca. Se pasa el día sin hacer nada. Siento que estoy perdiendo a mi familia delante de mis narices, y lo peor de todo es que no puedo hacer nada para evitarlo.”
Hasta hay niños y niñas que han intentado suicidarse. Ali* me contó que huyó de Afganistán con sus dos hijos adolescentes después de que su familia sufriera repetidas amenazas y agresiones a manos de los talibanes. Su cuñado fue víctima de homicidio y, poco después, su esposa murió. Sin embargo, ahora que está en Nauru es cuando más teme por sus hijos; el más joven ya ha intentado suicidarse en varias ocasiones.
“Intento que todo esté escondido en esta diminuta habitación: las pastillas, los cuchillos… Y no le dejo salir, porque temo que intente hacerse daño”, afirma Ali.
Intento que todo esté escondido en esta diminuta habitación: las pastillas, los cuchillos… Y no le dejo salir, porque temo que intente hacerse daño.
Ali, afgano residente en Nauru, teme por el bienestar de su hijo menor
Tal vez la tortura sea el peor y más traumático de los abusos que he documentado durante mi labor como defensora de los derechos humanos; es muy difícil llegar a recuperarse del sufrimiento físico cuando va acompañado de una pérdida absoluta de control, pero en Nauru descubrí que existe algo aún peor: un sistema que empuja intencionadamente a las personas a la más absoluta desesperación, hasta que se autoinfligen un sufrimiento similar a la tortura porque piensan que es la única forma de hacerse oír.
No puede justificarse ni perdonarse la existencia de un sistema que somete a la gente a algo así. Es hora de que Australia y Nauru acaben con esta pesadilla.
* Nota: Todos los nombres se han modificado para proteger la identidad de las personas afectadas.