La desmedida "privatización de la reducción de la pobreza" pone en peligro los derechos humanos

Savio Carvalho es asesor general de Desarrollo Internacional y Derechos Humanos en el Secretariado Internacional de Amnistía Internacional y lleva dos décadas trabajando en el sector del desarrollo internacional y los derechos humanos en Asia Meridional y Central, África Oriental y Europa.
Los grupos de presión empresariales no suelen figurar en la lista de invitados de las reuniones sobre el desarrollo, pero cuando las Naciones Unidas celebraron su Conferencia sobre la Financiación para el Desarrollo en Addis Abeba la semana pasada para decidir quién pone dinero para sus nuevos “Objetivos de Desarrollo Sostenible”, algunos gobiernos desplegaron la alfombra roja al sector privado.
Desafortunadamente, en la conferencia no se acordó ningún mecanismo para garantizar la transparencia y la obligación de rendir cuentas de las empresas que participan en el desarrollo.
Algunos consideran que conceder a las empresas un papel más relevante en el desarrollo es simplemente ventajoso para todas las partes. Los gobiernos acceden a financiación para eliminar la presión sobre los presupuestos de ayuda y reunir los 2,5 billones de dólares necesarios para responder a la pobreza y al cambio climático, a la par que cumplen los objetivos en materia de vivienda, salud, educación e infraestructura fijados en la Agenda post-2015.
Por su parte, las empresas obtienen la posibilidad de intervenir en la elaboración de políticas y acceso a contratos públicos jugosos.
Pero antes de que los gobiernos permitan a las empresas cargar con una responsabilidad significativa en la lucha contra la pobreza, el cambio climático y otros desafíos globales, tendrán que convencer a las voces críticas que advierten de que están metiendo al zorro en el gallinero.
Si bien implicar a las empresas en el desarrollo podría, en potencia, proporcionar fuentes de financiación importantes para mejorar vidas, la experiencia demuestra que cuando no se les exige rendir cuentas, las personas y las comunidades pueden verse gravemente dañadas.
Ampliar el papel del sector privado en la prestación de servicios públicos esenciales como el agua, la educación y la salud conlleva innumerables peligros. El 2 de julio el Consejo de Derechos Humanos de la ONU advirtió de que, sin la normativa apropiada, la privatización de la educación podría poner en peligro el derecho a la educación de multitud de niños y niñas, especialmente si ello significa que los niños y niñas que carecen de medios para pagarla pierden el acceso a una educación de calidad.
Amnistía Internacional ha documentado en todo el mundo demasiados casos de comunidades marginadas que llevan años, a veces décadas, esperando a que se haga justicia por abusos contra los derechos humanos cometidos a raíz de la implantación en su territorio de una empresa multinacional. Los Estados que tratan de implicar al sector privado en la promoción de los objetivos de desarrollo sin establecer salvaguardias efectivas abandonan estos casos a su propia suerte.
Las más de 570.000 víctimas de la fuga de gas tóxico de Bhopal en 1984, la peor catástrofe industrial de India, continúan esperando a que se haga justicia más de 30 años después. La empresa responsable, Union Carbide, es actualmente propiedad de Dow Chemical, compañía con sede en Estados Unidos. Un tribunal de Bhopal está enjuiciando causas penales contra Dow, pero la empresa ni siquiera ha acudido a las numerosas vistas celebradas durante el año pasado. Entre tanto, los supervivientes han intentado sin éxito buscar justicia en India y en Estados Unidos.
Aunque Union Carbide pagó algo de indemnización a las personas afectadas en virtud de un acuerdo alcanzado en 1989 con el gobierno indio, ésta fue del todo insuficiente para cubrir los daños causados y hubo problemas graves con la forma en que se pagó a las víctimas. En ese momento, el gobierno indio carecía de influencia para obligar a rendir cuentas a una empresa poderosa de ámbito mundial.
Las empresas extranjeras que operan en países ricos en recursos naturales y pobres en normativa pueden obtener enormes beneficios a expensas de personas vulnerables.
Este año Amnistía Internacional advirtió de que gigantes mineros canadienses y chinos habían sacado partido de abusos contra los derechos humanos cometidos por las autoridades de Myanmar, actuando en algunos casos en connivencia con ellas, para explotar una de las minas de cobre más importantes del país, lo que supuso la expulsión ilegal de miles de personas de sus tierras, graves riesgos medioambientales que no se controlaron y la represión violenta de protestas pacíficas.
En vez de investigar los abusos, una empresa multinacional implicada utilizó un fondo fiduciario opaco de las Islas Vírgenes Británicas para retirar su inversión, de un modo que posiblemente infringía las sanciones económicas aplicables en ese momento. Es práctica habitual que las empresas que se enfrentan a abusos escandalosos reduzcan su exposición al problema en lugar de solucionarlo.
Tras medio siglo de producción petrolífera en Nigeria, las personas residentes en el delta del Níger han recibido como legado la devastación de sus tierras de cultivo y pesca. En la actualidad, continúan produciéndose vertidos de petróleo. Sólo Shell registró 204 vertidos en 2014. Shell aduce sabotaje y robo, pero la antigüedad de los oleoductos y el mantenimiento deficiente de las infraestructuras son causas importantes de contaminación.
Este año, una comunidad local de Bodo ha obtenido por fin 80 millones de dólares en concepto de indemnización de Shell por el impacto de un vertido enorme, pero sólo después de librar una larga batalla judicial en el Reino Unido y de años de afirmaciones falsas por parte de la empresa.
Los líderes mundiales deberían considerar estas historias admonitorias cuando se plantean delegar en el sector privado la responsabilidad de financiar y llevar a cabo proyectos de desarrollo. En todos los casos, la influencia política y el peso económico de las empresas creó barreras que dificultaron el acceso de las comunidades locales a la justicia y a la rendición de cuentas.
Los gobiernos llevan décadas viendo cómo las empresas acumulan poder político, esforzándose a menudo por darles vía libre en lugar de regular la situación apropiadamente para garantizar que no se vulneran los derechos humanos.
Entre tanto, grupos de presión empresariales han hecho cuanto ha sido posible para garantizar que el cumplimiento de las normas internacionales importantes que abordan estos riesgos continúe siendo enteramente discrecional. En última instancia, las normas y los códigos de conducta voluntarios que no incorporan mecanismos de aplicación carecen de poder para cambiar realmente el comportamiento de las empresas, y cuando se producen abusos, pueden dejar a las víctimas con poca o ninguna esperanza de reparación.
Para que la participación del sector privado en el desarrollo beneficie a las personas que lo necesitan y no sólo a los accionistas de las empresas los Estados deben cerrar la puerta a la impunidad. Se debe exigir a las empresas que quieren obtener beneficios mediante el trabajo en el desarrollo sostenible que demuestren que tienen un historial limpio en materia de derechos humanos.
Deben demostrar que poseen sistemas internos que garantizan que no causan abusos contra los derechos humanos. Deben revelar información a las comunidades sobre cualquier actividad local que tenga repercusiones sobre ellas, así como sobre cualquier pago que efectúen a las autoridades.
Es crucial que los gobiernos estén preparados para exigir a las empresas que rindan cuentas cuando se producen abusos. El hecho de que sólo cinco países cumplan los objetivos de ayuda oficiales de la ONU es una verdadera vergüenza, pero si para tratar de subsanarlo se otorgan al sector privado amplias libertades que conducen a la comisión de abusos contra los derechos humanos en comunidades ya vulnerables de por sí, ello sólo hurgaría en las heridas que se supone que el desarrollo sostenible debe curar.